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RELATO Nº34 --DE TU ALMA A LA ETERNIDAD--

Relato: --LOS LIRIOS FLORECEN EN EL ALMA--

  

 

 

 

 Hola queridos lectores. Después de un tiempo en el dique seco, he vuelto para deleitarles con una emotiva historia. Me ha consumido mucho tiempo y energía todo el proceso de edición y promoción de mi primera novela y por ello he dejado de lado un poco el Blog. Este relato está hecho a conciencia y desencadenará en futuros proyectos a medio y largo plazo. Estén atentos a las etiquetas del blog para seguirlo. Sin más espero que disfruten de su lectura así como yo disfruto escribiéndola. Gracias por leerme.

P.D: Se me había olvidado mencionar a mi buen amigo Jacobo Cabrera, que sin él, no hubiera sido posible este relato. ¡Un abrazo compañero!

 

 

Los Lirios Florecen en el Alma


  Hideki, se disponía a tomar un taxi en la salida de la estación de trenes de Tokio. A la mañana siguiente, debía tomar un vuelo comercial en la compañía de reciente creación, Vías Aéreas Japonesas Imperiales. El novedoso Shōwa L2D3 cubría una tediosa ruta desde Tokio a Ulan Baator. De ahí deberá subirse a la aeronave Lusinov-2 rusa desde Novosibirsk a Moscow y posteriormente a Londres. Y desde la efervescente  capital europea, por fin, volar a la ciudad de New York. Más de una agotadora semana de aeropuerto en aeropuerto. Hideki hubiera preferido usar su visado diplomático y utilizar la ruta del Pacífico (Tokio-Midway y después tomar un vuelo de la TWA en el formidable L1649 Costellation para ir a Hawai y de ahí a San francisco, Kansas y finalmente New York). Pero sus superiores, a fin de conservar el anonimato, le obligaron a entrar en Los Estados Unidos de América de forma convencional.  


  La intención del veterano agente, venido de la cálida y tropical Kyūshū donde disfrutaba de un más que merecido retiro, era visitar a su anciana madre antes de continuar con el viaje. 


  La casa de los Nakano, se hallaba en las afueras de la gran capital nipona, en el suntuoso barrio de Gaienmae. Dorados Ginkgos o nogales del Japón, circunscribían la propiedad cual celestial guardia de áureos Samuráis. Nakano Hoshi, matriarca de la familia tras la muerte de su esposo Oda en la guerra Ruso-Japonesa de 1904, se encontraba en sus tareas vespertinas en el hermoso y amplio jardín de la propiedad. La solitaria viuda, ignoraba que, en ese instante, su primogénito se dirigía hacia la vivienda para una más que probable última despedida. 


  Hideki, al llegar a la entrada, se detuvo a observar su antiguo hogar. Respiró el aroma que desprendía la ancestral madera de nogal del vallado exterior, las hojas que se precipitaban cual copos de bronce y ocre desde las ramas de los Ginkgos, el inmaculado papel de las ventanas, que contrastaba con el envejecido tejado de pizarra…


  Una de las muchachas al servicio de los Nakano, lo vio en las inmediaciones cuando volvía de hacer unos recados y en seguida reconoció al  joven Señor.  Primero lo condujo hacia un pequeño recibidor donde pudo acomodarse, deshacerse de las ropas de estilo occidental y ataviarse con un kimono. Así podría presentarse a su madre como marca el protocolo. Más tarde, lo que en occidente se conoce como ama de llaves, saludó con una profunda reverencia a su Señor y lo acompañó hasta el salón principal de la casa.  Una vez allí, con diligencia y absoluta dedicación la sirvienta hizo los preparativos para la ceremonia del té, mientras el resto del personal se encargaba de otras tareas menores y avisaba a la señora Nakano de tan afortunada visita.


  Arrodillado en soledad, sobre una sobria estera de mimbre en el vasto del salón, una leve melodía nadó hasta él. Pese a las más de siete décadas horadando el mundo, la dulce y a la vez curtida voz de Hoshi, levitaba por toda la casa cual canto de sirena. No pudo resistirse ante la nostalgia que le producían aquellas notas y, sin darse cuenta, se encontró de pie en el pequeño porche que precede al jardín. Halló, como rodeada de un halo místico, a su madre. La estampa era casi celestial; el gran estanque dorado por los vespertinos rayos del sol, un centenario cerezo bañaba de sombras un pequeño banco de piedra junto a la orilla; los pálidos lirios que coronaban la linde de estanque cual corona etérea, las delicadas manos de Hoshi que acariciaba los tallos para comprobar su madurez… mas la armonía se quebró por la involuntaria necesidad de Hideki de cerciorarse, de que aquella visión, era real:


—Okāsan… —El grave tono del agente al decir “madre”, provocó que ella buscara en derredor una criatura sobrenatural, un yōkai. Petrificada por la conmoción, dejó caer el pequeño utensilio que portaba en la mano, mas no halló valor para girarse—. Soy tu hijo, Hideki. ¿Ya no me reconoces?

  Instantes después, tras un tenso silencio, la mujer recobró la compostura. Tomó el tiempo necesario para incorporarse y andar unos cortos pasos hacia su descendiente.

—Al fin los dioses me han escuchado —exclamó con la voz quebrada—. Mi hijo al fin ha extirpado la culpa de su corazón.
—No he venido en tales términos, Okāsan. He venido a informarla de… otros asuntos. Después quizá sería posible…
—Hoshi Sama… —interrumpió una joven sirvienta, que en ese instante se percató de su flagrante falta— ¡Perdóneme! —gritó mientras se arrodillaba— Venía a anunciar…
—Retírate —dijo Hoshi en tono amenazador.
—¿Qué le parece si tomamos el té, madre?

  De nuevo en el salón, Hideki sirvió la infusión humeante en dos tazas de porcelana, siguiendo los meticulosos procedimientos de la ceremonia del té. Cuando hubo comprobado que estaban solos, Hideki se dirigió a su madre en otro tono:

—Madre, mi visita se debe a que mañana partiré a Norteamérica. Tiempo ha que existe una tensión creciente entre nuestro imperio y los americanos. El emperador en persona ha solicitado que sus diplomáticos de confianza alivien dicha tensión, recuperen los acuerdos del petróleo y eviten la guerra.
—Entiendo.
—Madre, no pretendo…  no quería causarle…
—¿Sabes lo que he tenido que soportar? —interrumpe— ¿Viuda y abandonada por mi hijo? Todos me han señalado. Si tu bisabuelo levantara la cabeza. Él, que sirvió en los últimos días del Shōgun…
—Sí, el bisabuelo… mi intención no era agraviarla, madre —imploró perdón con una sentida reverencia en la que tocó la oscura madera del suelo con la frente.
—Si no pretendías agraviarme, ¿por qué te has escondido tantos años en Kyūshū?
—De acuerdo, madre, zanjaremos ese tema de una vez por todas.
—¿A eso has venido?
—No. Mas ahora comprendo por qué continúan los lirios* en tu jardín.  Madre, sé que has horado a los dioses por mi alma. Sin embargo, mi corazón tiempo ha que no alberga ninguna culpa. He tardado en aceptar que, por mucho que hiciera, no podría haber evitado su muerte. Un hombre, con sus manos, no puede evitar un bombardeo así como no puede evitar que caiga la nieve en invierno. El destino de padre era morir en aquel ataque mientras trataba de salvar la vida de nuestros soldados. Él tenía su Ikigai, su propósito en la vida. Con los años comprendí que es una muerte igual de honorable; la de un soldado en el campo de batalla a la de un cirujano en un hospital de campaña.
Yo trabajaba para la inteligencia y me encontraba en una oficina a cientos de kilómetros de allí. Si bien, interceptamos un mensaje enemigo que nos advertía de aquel ataque, nuestras líneas de comunicación eran muy precarias y se requería de mensajeros para transmitir las órdenes. Para cuando llegó el correo, era demasiado tarde. Sí, es cierto que cargué con esa culpa por no actuar con mayor prontitud, por no establecer métodos más modernos, más eficaces. Mi empeño durante los años siguientes fue vengar la muerte de padre sirviendo a nuestro emperador en tierras extranjeras, provocando más muertes aún. Quitar una vida o decenas de ellas, no compensa la pérdida de una. El arrepentimiento y el odio consumían mi alma… Hasta que también encontré mi Ikigai. El emperador me recompensó por mis servicios y me ofreció un puesto alejado en la isla de Kyūshū en el que ayudé a transformar las comunicaciones en el país. Uno de mis mayores logros es contribuir a la creación de nuestra propia aerolínea. Más tarde…—Hideki detuvo su alegato al ver como su madre no conseguía contener las lágrimas—. ¿Te encuentras bien?
—Sí hijo, sí. Me he convertido en una anciana débil y sensiblera. Ahora te miro y veo a tu padre. No sabes lo orgullosa que estoy.
—Madre yo…
—Bebamos el té antes de que se enfríe.

  Ambos bebieron en silencio durante largo rato. Tras lo que para Hoshi fue como el zumbido de un colibrí al volar, el sol alcanzó el cenit. Una de las sirvientas de la casa anunció que estaban listas para ofrecer el almuerzo. Madre e hijo se dirigieron al comedor. Durante la escasa hora que emplearon en degustar las fabulosas exquisiteces de la cocina tradicional tokiota, dejaron a un lado los amargos recuerdos. Charlaron acerca de temas más banales; el festival de otoño de Okunitama Jinja Shrine (festival de las castañas); de la migración de los ánsares, que este año se había retrasado; del extraordinario crecimiento de la ciudad y la expansión de la bahía…


  Cuando llegó el atardecer, decidieron ir a los jardines del este del Palacio Imperial  de Tokio a dar un paseo. Entre la bulliciosa multitud, olvidaron los males del pasado y los que están por venir, olvidaron la enjundia de la alta sociedad, el decoro, el peso del apellido Nakano… allí simplemente una madre se reunió con su hijo después de muchos años.


  Hideki, se presentó en el aeropuerto de Haneda a primera hora. Comenzaba su periplo a través del continente europeo para llegar a New York. El viaje le costó doce días, cinco más de lo planeado. Las largas esperas en las terminales, la inexistencia de horarios preestablecidos en aquellos tiempos, hacía de los viajes comerciales en avión, una auténtica aventura. Aterrizó en el aeropuerto de Newark un veintitrés de noviembre de 1939. Allí le esperaba un chofer que lo llevaría directo a una reunión con el general Grubbs, el jefe de gabinete de energías del congreso, y unos cuantos militares de menor rango que no reconoció. 


  A orillas del estanque, en el pequeño banco de piedra, Hoshi mira ensimismada el firmamento. El cerezo se mece bajo los suaves impulsos del viento. Cierra los ojos unos instantes para percibir los matices de sus pensamientos. El aire arrastra un lamento, un quejido ahogado en un resplandor que brota de un minúsculo átomo. Al abrir los ojos, una sonrisa melancólica se dibuja en su rostro.
Al llegar al hotel donde se celebraría la importante reunión, Hideki sintió un repentino escalofrío. Lo que por aquel entonces no sabía, es que el destino le deparaba una dura prueba. Su camino se cruzaría con un brillante físico teórico, de ascendencia germana, llamado Robert Oppenheimer y la historia que hoy conocemos… bien podría ser muy diferente.


*En Japón el Lirio es la flor que tradicionalmente se usa en funerales junto con los crisantemos.

Comentarios

  1. Muy bien tratado el relato. Buena redacción y vocabulario adecuado. Eres un grande.

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  2. ¡¡Qué gran historia!! Con mucho significado y alma. Estaré atenta al siguiente capítulo para ver qué le depara el futuro a nuestro prota

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