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RELATO Nº34 --DE TU ALMA A LA ETERNIDAD--

CASO Nº 528491: Susan Clark, 4 de octubre de 1961

 

 


Hola a todos. Debido al gran éxito de "Los bailes de Clementine", he decidido resubir los viejos relatos que tenía del protagonista, Jack Somers a modo de Spin off. Los relatos reescritos desde cero, adaptados al argumento de la novela... ¡Más aventuras del carismático detective! Espero que disfruten de su lectura. Muchas gracias por leerme.





CASO Nº 528491: Susan Clark 04OCT1961:



  “Aquella mujer tenía una belleza diabólica”, dije aquel día. Era un cuatro de octubre de mil novecientos sesenta y uno. Un mal año. El país entero se había vuelto loco desde que los malditos comunistas tomaran la delantera en la puñetera carrera espacial.

  Estaba en mi oficina, bien cómodo, leyendo uno de los informes de la desaparición de Susan Clark y mi desayuno de las nueve, un vaso de Jack Daniel’s; sólo en Tennessee saben hacer un buen whisky. El caso de Susan era algo fuera de lo común, No porque fuera una mujer joven desaparecida, eso era algo extrañamente habitual, sino por las circunstancias. Había desaparecido de su camerino en el cabaret del Chicago’s Golden Girls, en el descanso de una actuación. Eso es casi inexplicable. Lo primero que pensé fue que se escabulló con algún capullo de la costa este. Uno de esos indeseables sin escrúpulos con un traje de cien dólares y unos centavos en el bolsillo, de los que tienen una buena dentadura y les gusta aprovecharse de la jovencitas prometiéndoles un papel en Hollywood. Las pobres desgraciadas acaban en un prostíbulo de mala muerte en Englewood o vete a saber donde. A esos hijos de perra habría que colgarlos a todos.

   Al vaciar mi vaso, me pasé un largo rato ensimismado, revolví las ultimas gotas del ambarino néctar, como escudriñando el pasado. Intenté resolver el puzzle, pero a ese puzzle le faltaban piezas. Algo no encajaba, al rato me dije: “¿Por qué no?” Apuré el vaso, cogí mi gabardina, mi sombrero y a Clementine, no salgo de casa sin ella. Nada como un agujero del 45 en la sesera para presentarte; así es como hay que tratar a los bastardos.
 
  Bajé al sur, primero a Fuller Park, pasé por todos los garitos que conocía, solo conseguí un nombre, Roger. Un matón del tres al cuarto que intentaba hacerse un sitio en este apestoso barrio. Al parecer iba a abrir un burdel y estaba “reclutando” chicas. Para comprobar esa pista, seguí por Washington Heights y Riverdale; si era cierto, se habría corrido la voz por todos los barrios bajos.

  Pasadas las tres necesitaba un descanso, tenía las manos doloridas, nunca pensé que arrear a esos indeseables fuera tan duro. Paré en el Ventura’s Dinner, mi favorito. Judías, bacon, guisantes, puré de patatas y un buen filete. Cuando disfrutaba de la jugosa carne, una escena típica en estos barrios: una chavala era llevada a empujones a un callejón. Si me parara a arrestar a todo mal nacido de estos barrios llenaría las cárceles del estado en menos de una semana. Pero esta vez era diferente, hay algo familiar en la chica, me pareció ver una pulsera de diamantes como la de Susan y los tirabuzones dorados. Había estudiado tanto la foto de Susan, que la reconocería hasta con los ojos vendados en una habitación oscura.

  Esa punzada en el cerebro consiguió que dejara la mitad del filete en el plato. Tiré a toda prisa un billete de cinco en la mesa y antes de salir comprobé que Clementine estaba lista. Corrí hacia el callejón, vi tres figuras, al principio no las distinguía muy bien, así que me di unos pasos más encañonando al bulto. Esos tirabuzones dorados…, era ella. No podía tener tanta suerte. Una muchacha desaparece en mitad de un espectáculo de cabaret y aparece como si nada en los barrios bajos, no me lo creía. Al igual que nuestro señor, ni creo en el destino, ni juego al azar. Les di el alto e hice un disparo al aire, los muy cobardes huyeron. Me acerqué a la chica con mi típica sonrisa de héroe del día, ahí volvió esa punzada en mi cabeza.

  Aquella chica no era Susan, tenía su misma cara, su mismo peinado, pero sus ojos… había algo en su mirada diferente, no sabía el que, ¿acaso Dios se burlaba de mi? No dejé de encañonarla, las respuestas vinieron solas sin tener que hacer las preguntas. Se llamaba Sara, su hermana gemela. Se le había ocurrido la brillante idea de buscarla por los barrios bajos ella sola. Y como no podía ser de otra manera, acabó en un apestoso callejón oscuro de Riverdale.

  La lleve a su casa y aproveché para hacerle unas preguntas más. Tras interrogarla, la única pista útil fue un pañuelo que había en la habitación de Susan con la letra “W” bordada.  Le prometí que encontraría a su hermana, costara lo que costara. Ella lloraba, imploró que no abandonara el caso. Yo le dije que la policía de Chicago suele endosarme estos casos que consideraba perdidos. No me suelen pagar mucho, pero soy como un viejo sabueso, no dejo de husmear hasta encontrar el premio. Se empeñó en acompañarme, supo muy bien cómo convencerme. Unas lágrimas, el suave tacto de su piel; olía a primavera, a flores, a felicidad. Seducido por este olor me deje llevar y me atrapó en sus labios. Se aferro con fuerza a mí, como si fuera el maldito último hombre en la tierra.

  Pero no podía correr riesgos, una mujer tan atractiva junto a un canalla como yo, en medio de la peor ciudad del medio oeste, sería como Navidad  para cualquier matón de poca monta que quisiera hacerse un nombre. No a mi costa. Saqué a Clementine en medio de la lujuria y la dejé inconsciente. En el breve trayecto a su dormitorio me estuve disculpando aunque sabia que no me escuchaba. La dejé en su cama. Antes de irme me giré para recrearme unos segundos en su cuerpo; una diosa nacida para el pecado. Regresé, no sin arrepentirme de hacer lo correcto para variar, a mi despacho. Tenía cosas en las que pensar y Sara era una mala distracción.

  Ya en el despacho, debía despejar la cabeza y un buen trago de mi Jack Daniel’s lo solucionaría. Encendí un pitillo, al tiempo que observaba esa “W” en el pañuelo; me traía de cabeza. Estuve pensado en ella desde que dejé a Sara en su habitación. Busqué fichas, viejos informes, casos que seguían abiertos, hice unas llamadas sin resultado. Ese cabrón era muy escurridizo. Pero, ¿por qué se verían en su casa y tuvo que llevársela en el cabaret? O era muy listo, o muy estúpido. ¡Lo tengo! Franklin Costello, el dueño del Chicago’s Golden Girls, su nombre completo era Franklin Wesley Costello. Hijo de perra, lo tenia todo el tiempo delante de mis narices.

  Fui todo lo rápido que me dejó el tráfico de Chicago en hora punta, mi Packard daba la talla en la ciudad, es una maravilla. Al llegar al cabaret por la puerta de atrás, le dejé mi carta de presentación al gorila de la entrada en forma de pistola. Mi vieja Clementine nunca me falla. Entré como una exhalación en el ático del local con mi arma por delante y ahí estaba, Frank Costello, jactándose de su última conquista limpiando los restos de sangre de un puñal. Me temí lo peor. Salté sobre el, mis puños sacaron la verdad de la boca de aquel malnacido. Poseía un secreto oculto tras el minibar. Una habitación pequeña, maloliente y sucia. Entré despacio, como si no quisiera ver lo que ya sabía; sobre la cama, estaba Susan. Medio desnuda, muerta. Enfermo hijo de perra. Aún estando muerta, aquella mujer tenía una belleza diabólica, seguía con la mirada perdida en el techo, buscando una respuesta a su suerte, esas dos esmeraldas que tenía en los ojos se quedaron grabadas en mi retina.

  Resulta que el muy cabrón de mierda, tenía varias amantes, todas de su garito. Cuando se encaprichaba con alguna, como pasó con Susan, les promete un viaje juntos al extranjero o un apartamento modesto en las afueras. Después cuando le viene en gana las sube aquí y sacia su enfermiza mente.  Tan confiado estaba, que lo hacia en pleno día o como en este caso, en el descanso del espectáculo. A veces detesto mi trabajo, sólo por no encontrarme frente a esta clase de monstruos.

  Espero que te pudras en el infierno al que irás, Alcatraz.

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