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Hola a Todos. Sé que últimamente le he dejado un poco abandonados, pero creanme cuando les digo que es por un bien mayor. En un futuro, que espero no muy lejano, les de una gran noticia. Mientras tanto interaré entrenerles lo mejor que pueda y el tiempo me lo permita. Asi que sin más, disfruten de esta breve lectura tanto como yo escribiéndola.
media
luna
Se sentó Oliver de Avignon en un adusto
y desgastado taburete. La mar mecía la embarcación con un ligero y relajante
vaivén. Usando la yesca y el pedernal prendió la ajada y diminuta chimenea y de
paso encendió un candil. Los gruesos maderos de la nave crujían sin cesar,
Oliver tomó de su bandana un trozo de pergamino, tinta y una vieja pluma. Se
dispuso a completar un pequeño informe de lo sucedido justo antes de zarpar.
Los mariscales tienen una responsabilidad para con sus subordinados pero
presentarse ante su maestre de esa manera… debía estar preparado.
En el pequeño habitáculo donde se alojaba,
unos delgados hilos pálidos competían con la luz del candil para iluminar el
papiro y permitir al joven mariscal redactar su informe. Tomó la pluma con
decisión pero al acercarla al desgastado papel le tembló el pulso. El recuerdo,
aún permanecía candente en la retina de Oliver y el pesar le recorría cada hebra
de su alma compungida. Tomó aire, una gota de tinta cayó sobre el pergamino y
él ante la soledad de su situación acompañó con otra lágrima al papel.
Alguien, le interrumpe:
—Mi señor Mariscal Avignon, le reclaman
en cubierta.
—¿Qué es lo que sucede mi buen Altaïr?
Habla.
—Velas sarracenas por la mura de babor,
a media jornada de nosotros.
—¡No les basta con nuestra sangre que ahora vienen por la reliquia!
—¿Cuales son las órdenes?
—Soy un simple mariscal, ni capitán, ni
senescal, ni maestre. Por San Jorge y por nuestro Papa, la reliquia no debe
caer en manos sarracenas. Poned todo el velamen y si es necesario tirad por la
borda a la tripulación. Rumbo norte, a Chipre.
—Como ordene mi señor.
Oliver sintió la sangre correr con brava
determinación ante la perspectiva de un combate en alta mar. Volvió a sumergir
con delicadeza pero con rapidez la pluma en el tintero. Hizo lo más difícil,
explicar las razones, a su entender de la pérdida de Trípoli, los más de cien
hermanos caídos en el sitio, y la falta de reacción por parte del maestre
Beaujeu. Se detuvo unos instantes en repasar cada minuto de las últimas horas
antes de la huida de Trípoli. El pulso
se le fue helando a medida que iba escribiendo con cierta ligereza pero con exhaustiva
caligrafía cada uno de los nombres de sus hermanos caídos.
Un golpe repentino, brusco seco y atronador
lanzó a Oliver de Avignon contra la pared de su humilde camarote. La quilla de
un barco sobresalió donde antes se sentaba el joven mariscal. Voces y gritos,
un estruendo invadió el aire. El mariscal tardó en reponerse de la poderosa
embestida de la nave invasora. Su confusión era mayúscula, le habían informado
hace poco del avistamiento de unas velas sarracenas a media jornada, y el
pergamino, ahora desgarrado se mostraba garabateado e ininteligible. Sólo
satanás había podido embrujarlo. Oliver cogió un pedazo de soga y se ató la
valiosa reliquia al cinturón. Recogió su mandoble y con presteza subió a
cubierta.
Dos gigantescas naves estaban asediando la
pequeña carabela templaria. Debido a los grandes daños, la nave hizo aguas y se
iba a pique más rápido de lo que los sarracenos mataban a los pocos
supervivientes de Trípoli. Armado con su poderoso mandoble, dio ejemplo Oliver,
y se precipitó contra las huestes sarracenas, sus templarios le siguieron al
grito de “¡Por Jerusalén!” “¡Por el Papa!”, y por unos instantes las tropas
árabes detuvieron su avance.
Una cimitarra le atravesó el
vientre, luego otra, luego otra más.
Oliver cayó de rodillas. Levantó la cabeza con la intención de encomendar su
alma a Dios. El comandante de los sarracenos, Akram Ibn Bahir se acercó mirándole
con ira y al mismo tiempo con soberbia, sacó su puñal; “es el descaso final” se
dijo Oliver. El comandante tiró de la soga del cinturón del malherido mariscal,
y le arrancó la reliquia. Oliver casi inmóvil no se explica cómo supieron de ella,
pues una copa de un carpintero no esta ornamentada ni bañada en oro.
Akram tiró la valiosa reliquia al hombre
que tenía a su derecha diciéndole:
—Altaïr, disfruta del momento, hoy la
cristiandad muere aquí.
Lo último que vio el mariscal fue un pequeño pendón con la media luna árabe.
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Mi primera novela "Los bailes de Clementine", es logro que jamás pensé pudiera alcanzar.
Comentarios
Triste final para Oliver y sus camaradas. Al menos se enfrentó a su final con valentía y honor.
ResponderEliminarMe alegro por tu regreso, espero con intriga tu próximo relato.
Muchas gracias por tu comentario. Los regresos nunca son fáciles y esta vez creo que he dado en el clavo con algo ligero y breve.
EliminarMe encanta como describes, me parece estar dentro de la historia como si fuera un personaje más.👏👏👏👏👏👏👏👏👏👏👏👏👏
ResponderEliminarMuchas gracias por comentar. Para mi gusto descripción con dos pinceladas dice más que largas páginas intentando mostrarte un escenario.
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